jueves, 19 de mayo de 2011

Peronismo y República


por Marcelo Fernández Portillo

Desde siempre se discute si el peronismo es republicano o no lo es; íntimamente ligado a este planteo también se cuestiona el supuesto escaso apego a las instituciones de parte de nuestro movimiento. Antes de esbozar algunas respuestas, deberíamos abrir aún más los interrogantes:

¿Es el movimiento nacional de carácter republicano?, si no lo fuere ¿debería serlo? ¿Respeta el movimiento nacional el normal funcionamiento de las instituciones?; ¿de qué tipo de instituciones hablamos, cuando hablamos de instituciones?

Entiendo que para poder asomarnos a una respuesta debidamente fundada, debemos comenzar por analizar los conceptos en pugna. Concretamente, ¿cuál es el origen del concepto de “república”?, ¿qué son las “instituciones”?. Para ello recurriremos a tres ejemplos de democracias parlamentarias correspondientes a tres potencias actuales.

La “República” es el resultado jurídico-político del triunfo de las revoluciones burguesas, entendiéndose por ellas a los procesos que en Europa, entre los siglos XVI y XVII, arrasaron a las viejas estructuras feudales, constituyendo los modernos estados nacionales que en aquel continente terminaron de consolidarse en el siglo XIX (con la excepción de Italia y Alemania, cuyo análisis excede el objeto de este ensayo). Es decir, el republicanismo es el remate jurídico de un proceso revolucionario, aquel que encabezó la burguesía contra el régimen feudal. Este proceso no fue incruento, todo lo contrario.

1) Inglaterra
Inglaterra, desde el siglo XVII potencia mundial, era en el siglo XIII un conjunto de islas miserables que le vendía lana, su única producción más o menos sostenida, a la Liga Hanseática. Las ciudades integradas en esta liga producían con esa lana tejidos elaborados, o sea, le aportaban valor agregado a aquella materia prima. Esa producción era, a su vez, comercializada por los mercaderes venecianos, quienes tenían como clientes a los propios ingleses. Como se ve, hasta ese entonces los futuros dominadores del mundo eran unos pobres productores de “commodities”, que vendían la lana a 1 libra para comprar lo producido por ella a 10.
Hasta que en el siglo XVII irrumpe en escena Oliver Cromwell, un líder nacionalista burgués, político y militar, vencedor de las guerras civiles de su nación (en las islas también hubo confrontaciones entre facciones que representaban distintos modelos de organización nacional). Cromwell tutela férreamente a todo el territorio inglés (sometiendo incluso a Escocia e Irlanda) bajo un régimen dictatorial desde donde impartió la batería de medidas revolucionarias a partir de las cuales Inglaterra comienza a erigirse en potencia mundial. Se valió para ello de un feroz sistema proteccionista, a partir del cual Inglaterra obtuvo el dominio de todo el proceso económico: el de la producción de materias primas, el de la elaboración y comercialización de las mismas (esto último, mediante una agresiva política exterior que echó mano a todos los recursos disponibles: diplomacia, guerra, soborno). Para ello, impuso entre otras cosas,  la pena de muerte (sí, pena de muerte) a todo aquel artesano inglés que develara secretos de producción. El cambio de rol mundial de Inglaterra a partir de entonces es bien conocido como para que abundemos en él.
Con el correr de los siglos, Gran Bretaña ya consolidada en su fase dominante, con el “modelo nacional” definitivamente triunfante, pudo darse el lujo de pulir su sistema político interior, afinó su parlamentarismo y desde entonces, los debates tanto en la cámara de los Comunes como en la de los Lores, así como el funcionamiento de sus instituciones, suelen ser de una belleza y armonía solo comparables con ciertas manifestaciones del arte. Lo que nadie nos recuerda es que para llegar a “eso”, pasó todo lo “otro”: guerras civiles, asesinatos políticos, intrigas, aperturas y cierres violentos del parlamento, pena de muerte. Cuesta imaginar que en el período de lucha entre dos modelos de nación: el “agropastoril lanero” y el “industrial”, alguno se quejara de la falta de “republicanismo” de Cromwell, o el escaso apego a las “instituciones” de este dictador.

2) Francia
Vayamos ahora a Francia, otro ejemplo de republicanismo, tan caro a nuestra élite política y cultural. La revolución burguesa tuvo allí su epicentro. El poder feudal fue arrasado definitivamente en el siglo XVIII por la desarrollada clase burguesa que en los últimos dos siglos no había hecho más que acumular poder económico y político. Esta toma del poder fue violenta y extrema. Los llamados “jacobinos” fueron la cabeza de este proceso: no eran un sector uniforme, sino más bien, heterogéneo, abarcando desde un “reformismo tímido” a un “revolucionarismo extremo”, con matices intermedios. Los jacobinos, mucho antes de instaurar la “libertad”, igualdad y fraternidad”, cortaron miles de cabezas. En efecto, el símbolo de la revolución burguesa, esa cuyos frutos y productos políticos abarcan la totalidad de Occidente, no fue ninguno de esos bellos conceptos. El símbolo más acabado de la revolución que dio lugar a las naciones modernas fue la GUILLOTINA, la que no solo fue aplicada a los representantes del viejo régimen feudal, sino que también dirimió las disputas entre los sectores revolucionarios. En efecto, no sólo el último rey, junto a sus familiares, funcionarios y acólitos fueron decapitados, sino que en una sucesión sin fin lo fueron los jacobinos Hébert (guillotinado por Robespierre), Robespierre (guillotinado por los moderados), Dalton (guillotinado por los seguidores de Hébert), y así sucesivamente. No por nada las sucesivas etapas de la revolución fueron llamadas del “Reinado del Terror”, del “Gran Terror”, del “Terror Blanco”. Decenas de miles fueron decapitados en pocos años. Muy lejos, como se ve, de los buenos usos y modales republicanos, que vendrían mucho después.

3) Estados Unidos
He aquí el paradigma del republicanismo democrático. Claramente bipartidista, con un régimen presidencialista y dos cámaras, es el modelo en que se basaron la mayoría de las naciones latinoamericanas. El siglo XIX fue determinante en el destino moderno de los EE.UU como lo fue para nuestras naciones, nada más que con resultados opuestos. Nuestro continente se “balcanizó”, mientras que esta nación se unificó en base a una agresiva expansión que anexó a los estados de Louisiana y Florida (a través de negociaciones con Francia y España respectivamente), y a Texas, Nuevo México, Utah y California (mediante la guerra y el saqueo a la nación mexicana, que perdió la mitad de su territorio en la contienda).
Durante todo ese siglo se confrontaron dos modelos de nación: la agro-exportadora y esclavista del Sur (la Confederación) y la industrialista libertaria del Norte (la Unión). Cabe aclarar que el espíritu “libertario” del Norte era el necesario para que los esclavos abandonaran su condición de tal para pasar a ser asalariados y consumidores. El conflicto quedó resuelto en la Guerra de Secesión con el triunfo rotundo de la Unión y la imposición de su modelo de desarrollo industrial.
Desde entonces, no es que en los EE.UU haya desaparecido la explotación primaria de materias primas, sino que forma parte de una economía integrada y diversificada.
Definitivamente consolidado el modelo norteamericano, las diferencias pasaron a ser de matices que sólo tienen influencia a nivel interno. Por lo demás, la política norteamericana hacia afuera es, desde entonces, una sola, más allá de que alternen “republicanos” y “demócratas”. Por supuesto, una vez secada la sangre, se dedicaron a afinar los mecanismos democráticos y a pulir la actividad parlamentaria.

Con los tres ejemplos vistos podemos observar que para llegar a refinadas y casi ideales prácticas republicanas, estas naciones (hoy potencias mundiales) pasaron por cruentos procesos de disputa entre “modelos de nación”, y que en tanto duró esa disputa, nadie reparó en las correctas prácticas parlamentarias, sino que ellas surgieron como correlato del triunfo de las revoluciones nacionales en sus territorios.

4) Argentina
Los países periféricos, coloniales/semicoloniales o subdesarrollados (utilice el lector el término que considere apropiado, según se asuma) no han pasado por estos procesos descriptos. Es decir, no han consumado sus “revoluciones nacionales” porque justamente aquellas naciones dominantes, una vez unificadas y consolidadas, clausuraron con su injerencia la posibilidad de que nuestros pueblos pudieran definir su configuración nacional. En efecto, por medio de la explotación colonial y semi colonial, las potencias europeas primero, y ellas junto a la norteamericana después, convirtieron por la fuerza al resto del planeta en mercados para sus productos, dejándoles simplemente el rol de productores de materias primas (como la Inglaterra del siglo XIII, como los estados del Sur norteamericano del siglo XIX), las que saqueaban hasta el agotamiento. Las naciones que habían consumado su revolución burguesa nacional, impedían ahora que hicieran lo mismo las naciones periféricas.
Para ello fue menester que sectores nativos apoyaran y fomentaran esta explotación, este modelo, convirtiéndose en socios menores del saqueo, e impidiendo que cualquier alternativa independentista pudiera surgir, afectando los intereses de las naciones imperialistas.

La historia política de nuestro país es un claro ejemplo: nosotros no hemos consumado nuestra revolución nacional. Aquí ganó el bando equivalente de los “sureños norteamericanos”. En el siglo XIX las montoneras federales fueron derrotadas por las fuerzas porteñas (con sus aliados circunstanciales, como Urquiza) que impusieron el modelo agro-pastoril, complemento de la economía inglesa, ahogando todo atisbo de desarrollo autónomo diversificado. Ya en el siglo XX, el yrigoyenismo con el sufragio universal y la incorporación de las clases medias a la vida política, y fundamentalmente, el peronismo con las conquistas sociales y la industrialización, fueron la continuidad histórica de aquellas montoneras federales, pero también fueron derrotados por la reacción oligárquica (1930, 1955 y 1976), que a la par de borrar toda participación popular en la vida política nacional, abrían la economía a la rapacidad del capital extranjero, asestando golpes durísimos a la estructura productiva del país, a través de sus representantes nacionales (Pinedo, Krieger Vasena, Martínez de Hoz, Cavallo, etc.).
La actualidad nos encuentra protagonizando una nueva batalla de esta guerra aún no cerrada. Nuevamente se explicitan ambos modelos, nuevamente la puja se tensa. El gobierno nacional asume, no sin grandes vacilaciones y marcadas contradicciones, la defensa del modelo de desarrollo autónomo, políticamente independiente y socialmente justo. Del lado opositor, entre matices, se agazapan aquellos que pujan por la continuidad del modelo “abierto”, dominado por los grupos económicos transnacionales altamente concentrados y el capital financiero.

En este marco, sólo aquellos voceros de los grupos citados pueden hacer hincapié en las “formas republicanas”, o mejor dicho, en la ausencia de tales formas por parte del gobierno[1]. No lo hacen por ignorancia, lo hacen sabiendo muy bien de lo que hablan y mensurando mejor aún lo que tienen enfrente. Saben que este peronismo, con todas sus máculas, es lo más parecido a la fuerza revolucionaria que puede poner límite a su poder.
Los representantes de estos grupos saben que los sectores más extremos y más puristas, los “novios de la revolución”, son pura vocinglería que terminan siendo funcionales a ellos. Es así como a principios del siglo XX, con una sólida conciencia de clase, la oligarquía votaba en Capital Federal al socialista Palacios para tratar de evitar el triunfo del radicalismo, fuerza a la que definían claramente, y con justa razón, como el enemigo a vencer,  y no a los inofensivos discursos del tribuno socialista; así hoy no dudarían en apoyar al “socialista” Pino Solanas que no quiere pagar la deuda, y se presenta con un perfil “expropiador” (que por supuesto, no asusta en lo más mínimo a las potenciales víctimas de tales expropiaciones).
Toda la monserga que apunta al escaso apego del peronismo a los principios republicanos y a la defensa de las instituciones, tiene una respuesta: SÍ, el peronismo, en su mejor versión, tiene escaso apego a los principios republicanos por la sencilla razón de que el peronismo porta en si una fuerza transformadora tal que, hasta tanto no sea rotundamente triunfadora, no podrá detenerse en cuestiones de “quórum”, “DNU”, “borocotizaciones”, etc. Eso vendrá en una etapa ulterior, cuando saldada todas las cuentas sociales, cuando una Argentina autónoma, relacionada con el resto del mundo en condiciones “pari passu”, con control soberano sobre sus resortes estratégicos, pueda darse el lujo (como la Inglaterra posterior a Cromwell, como los EE.UU post Guerra de Secesión, como la Francia post napoleónica) de pulir estas cuestiones, hoy menores frente a la reparación de los estragos que ocasionó el neoliberalismo criminal, pero mañana importantes para mejorar la vida institucional y la calidad de vida de los habitantes de una nación ya libre, ya justa,  ya soberana.


[1] Por supuesto, los parlamentaristas opositores han hecho tropelías aún mayores que las que se le adjudican al peronismo salvaje, pero lo que analizamos es el carácter republicano del movimiento nacional, o su ausencia.

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