jueves, 21 de mayo de 2009

Mario Benedetti

La muerte, a pesar de su melancólico mensaje, es muchas veces reveladora. Digo reveladora, porque siempre nos evoca el límite, el punto final de todas las historias. En ese contexto los recuerdos se amontonan a modo de inventario, y reconstituyen, en la voz de los otros, la imagen de quien ha partido, de los restos que dejó a su paso. Del anecdotario, de la propia obra, se funda la memoria de una vida, una trayectoria que vence y vencerá simbólicamente a la muerte.

El domingo pasado Mario Benedetti cerró sus ojos, hizo las maletas y se mandó a mudar, puede que haya ido a reencontrarse con Luz, su mujer, su compañera de toda la vida. Él, que era un laico, seguro que fraguaba de inmediato una sonrisa irónica ante esta imaginería, quizás no; él, poeta, es posible que tuviera presente las líneas de Pierre-Jean Jouve: "nosotros dos espantados en uno/ aparecemos una vez sobre la negra eternidad".

Mientras que nosotros persistimos en nuestra duración en la más vida, la muerte sigue siendo una incógnita; por eso la de los otros se levanta y nos cubre de sombra y de desamparo. Cuando muere un poeta, tanto para los que comulgan, como los que no, con la poesía, sentimos que somos abandonados por un compañero de ruta.
Escribió Miguel Hernández acusiado por el asesinato de Federico García Lorca: "Muere un poeta y la creación se siente/ herida y moribunda en las entrañas".
Francisco Madariaga, ese criollo del universo que habitó el país natal correntino, hubiera dicho, reponiendo la idea del brasileño João Guimarães Rosa, que Benedetti no ha muerto, Benedetti
está encantado. [SDM]

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